Sentada en el suelo, con sus
deditos chicos y regordetes, repasaba la figura de la fotografía. Deslizaba sus
yemitas de los dedos por el vestido, por el pelo, por el rostro de la mujer de
la imagen. Su abuela dormida en el sillón había dejado caer el libro de sus
manos. Alba con sus dos ojos como faroles y con sus sólo siete años,
escudriñaba la estampa de la legendaria artillera aragonesa. Desde su corta
edad no alcanzaba a comprender la magnitud del asunto, pero la intuición femenina
que le era patrimonio por herencia de siglos, provocaba en ella una
incontenible curiosidad. Dio un respingo cuando oyó a su madre, que a su espada
la regañaba:
-¡Ya estás con el libro de la
abuela! Cuando despierte se enfadará y con razón. Le cambias la página y luego
no sabe por dónde iba leyendo.
-Es Agustina de Aragón-, contestó
muy resuelta, la enana.
-Sé quién es. Tu abuela no tiene
nada mejor que hacer que andar leyendo siempre y metiéndote disparates en la
cabeza-. Lo dijo bien bajito para que su madre no alcanzara a oírla desde el
plácido sueño que la había dejado con la cabeza ladeada colgando, y con un fino
hilo de baba corriéndole por la barbilla. -¡Anda!, ayúdame a poner la mesa, que
tu padre llegará en breve y querrá cenar, que vendrá cansado del trabajo.
-¿Por qué tú no trabajas, mamá?
-Porque tuve que dejar de
trabajar para cuidar de ti.
Un enorme portazo despertó de
golpe a doña Hortensia
-¡Vaya con la puerta! ¡Todos los
días igual, no sabe este hombre cerrar con cuidado!-protestó la anciana.
-Vamos a ver mujer, que luego
dice que no pega ojo por las noches. ¡Normal, si se pasa el día durmiendo!-
Alfredo irrumpió en el comedor con la misma cara cansada de siempre. La niña
corrió a echársele en los brazos vociferando “papás” durante la carrera.
Alfredo la dio un enorme beso, y
acto seguido procedió de la misma manera con su esposa. Avanzó lánguido hasta
el sofá y se dejó caer. Sin casi esfuerzo tomó el mando de la televisión y la
encendió.
-Papá- se le acercó la niña-, yo
de mayor quiero ser como Agustina de Aragón.
-Esa sí que es buena- sonrió el
hombre-. ¿Y se puede saber el motivo?
-Porque dice la abuela que era
una mujer muy valiente, que defendió su pueblo de quienes querían quitárselo.
-¡Carmen -gritó Alfredo desde su hundido
asiento-, dile a tu madre que no le cuente tonterías a la niña, que se nos
acaba metiendo en la Legión!
Doña Hortensia saltó de la butaca
como un resorte, como si le hubieran puesto brasas en el trasero.
–¡La niña será lo que quiera ser!
¡Faltaría más! ¡Y yo no le cuento tonterías, le digo las verdades, que sea una
mujer valiente que luche por lo que ella crea, que no se doblegue ante nadie y
que sea libre!-. Comenzaba a enrojecérsele la cara.
Entro Carmen en el salón con una
fuente de boquerones fritos.- ¡Venga a cenar ya, que se me hace tarde, que aún
tengo que bañar a la niña, y planchar! ¡Que no me da el día!
Doña Hortensia siguió con el
discurso:- ¡eso, eso, tu no pares, total…, como no trabajas…, que lo que haces
en casa todo el día, como una esclava, es ocio! ¡Y gratis, sin cobrar un duro!
-¡Mamá, por favor, tengamos la
fiesta en paz!
-Doña Hortensia, que yo también
hecho una mano, pero no querrá que después de estar todo el día fuera de casa
como un cabrón...-protestó Alfredo, sin poner demasiado empeño, y sin desviar
la mirada de la pantalla del televisor.
Alba miraba a unos y a otros, y
lejos de asustarse por el alto tono de la discusión, ponían tremenda atención
para descifrar lo máximo posible de todos aquellos mensajes.
-¡Niña, tú estudia mucho! -la
abuela insistía con su disertación-. ¡Consigue un buen trabajo y
que te paguen lo mismo que a tus compañeros! ¡Defiende la igualdad, la
justicia! No te dejes pisar, ¿me oyes? ¡Nunca! -Doña Hortensia movía el brazo derecho
a cada frase apuntando con el índice a la pequeña.
-Abuela, ¿defender la igualdad
con un cañón, como Agustina de Aragón?- preguntó la pequeña Alba, visiblemente
emocionada, dando pequeños saltitos y agitando los brazos en el aire.
-¡Claro que sí reina mía, defiende
la igualdad con un cañón, o con lo que hiciera falta!
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