domingo, 23 de abril de 2017

VIEJOS

Mano sobre mano. Casi ciego y con una sola pierna. Sentado y silencioso. Así se pasaba sus últimas tardes, sus últimos días. Ya tampoco oía bien, y muchas de las veces le tenías que repetir las cosas dos veces y en alto. Por supuesto mi abuelo, que en otro tiempo fue vigoroso, alto y fuerte, y aunque pobre de recursos económicos, hábil en sensatez e inteligencia, valiente y justo.

Yo andaba entonces mal, triste, adolescente y por ende, perdida. Una vida nueva, en una nueva ciudad, a esa edad, no ayudaba a que encontrase mi lugar en el mundo. Así que mis días transcurrían de esta manera, junto a él. Al salir del instituto y con férrea disciplina, me obligaba a estudiar y a leer lo mandado.

Pese a su sordera, que ya mencioné, se percataba de mi andar descalzo. – Vas a ponerte mala. Los refriados se cogen por los pies— me regañaba mansamente. Yo me sorprendía de su capacidad para percibir que andaba sin zapatillas por la casa. Luego tomaba una bolsa de patatas fritas y la compartía con él, que aunque sin más dientes que uno, gustaba de deshacerlas en su boca y de sustraerles el sabor.

Y en esos momentos de complicidad compartida de nieta y abuelo se producía el milagro.  Era entonces, cuando los dos callados entre bocado y bocado, yo con mi libro entre las manos, surgía el encuentro.

— ¿Qué estás leyendo hoy? — me preguntaba dirigiendo su cara hacia mí, pero con sus ojos opacos de cataratas incapaces de percibirme con claridad.

— Tengo que leerme El Quijote— le contestaba.

Porque tuve la fortuna de pertenecer a una generación, en la que todavía en los planes de estudios era de obligada su lectura, y la Literatura reconocida asignatura de prestigio y necesaria presencia.

Yo para entonces, envuelta en el atolondre propio de la edad, no valoraba más allá. No era otra cosa para mí que una asignatura más, y una tarea de pesaroso cumplimiento. Y de aquellos días saco la enseñanza de que, muchas veces, la vida nos guía en contra de nuestra voluntad por el buen camino. Los caminos de Dios…
—¿Y en qué capítulo estás? —proseguía mientras degustaba el tubérculo manjar no entre los dientes, sino más bien entre encías. A lo que yo contestaba con el título del pasaje que correspondiere esa tarde. Y tras unos segundos de silencio, se arrancaba a relatarme con sorprendente certeza el contenido del episodio. Sí. Mi abuelo. No doctor, ni ingeniero. Era un simple agricultor que había aprendido a leer con El Quijote. Porque antes, en la Mancha, en las escuelas pobres de España en las que una única maestra daba clases a niños de muy diferentes edades, no había otro manual para enseñar las letras. El Quijote como único libro de lectura. Benditas criaturas que, pese a sus carencias materiales, frente a los actuales de móviles, tablets y ordenadores, poseían el mayor de los tesoros y la mayor de las fortunas al iniciarse en la lectura con tamaña joya.

Yo me maravillaba y me quedaba perpleja escuchándole. Acertaba en casi puntos y comas, y me deleitaba al escucharle y comprobar que con sus noventas años, era capaz de recordar con tan magnífica precisión la mejor novela del mundo, la creación literaria más grande de todos los tiempos.
Ahora ya no está, años hace que marchó. Pero cuando quiero recordarle, me viene a la memoria esas tardes de conjunta lectura. Le puedo ver sentado ahí en su sillón, contándome lo que yo al tiempo leía.
Viejos hombres y viejos libros. Unos aprendiendo de los otros, y los otros de los unos. Pasaron después y pasarán muchas otras lecturas ante mis ojos, muchas otras historias, pero siempre reinarán, sobre todas, aquellas tardes en las que mi abuelo y yo nos fundíamos con Cervantes en perfecta armonía, consiguiendo que por un momento la vida pareciera eterna.




3 comentarios:

  1. Muy bueno. Se me hizo grata la lectura.

    ������

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    1. Los rombos con interrogación son aplausos, pero Blogger no los reconoce como tal.

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  2. Maravilloso. Perfecta redacción que me ha retrotraído a mi infancia.

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